La Casa, Paco Roca


Paco Roca está obsesionado con la memoria, con cada nueva obra ha ido ampliando más el campo yendo de lo más intimo y concreto a lo más externo –en cuanto a la trama no a su tratamiento que siempre ha puesto el acento en la faceta más personal de los personajes–. En Arrugas (Astiberri, 2007), obra cumbre sobre el tema, nos enseñó la importancia de la memoria personal, sobre todo cuando esta va desvaneciéndose; en El Invierno del Dibujante (Astiberri, 2010) mostró una parte de la memoria de la historieta española, uno de esos episodios a recordar, cómo unos valientes lucharon contra las adversidades para perseguir un sueño en una industria casi monopolista; y en Los Surcos del Azar (Astiberri, 2013) narró un importante episodio de nuestra memoria nacional con tropas españolas en la liberación de París. Sin embargo en La Casa (Astiberri, 2015) retornamos a un Roca de alcance más íntimo. La Casa habla de la memoria familiar, de ese conjunto de recuerdos y vivencias que se crean en torno a un núcleo familiar y que son inherentes a este, esas vivencias que solo pueden entenderse dentro de un grupo de personas formado por unos padres y unos hijos. Toda una mitología forjada a base de años de vida compartida, llena de confidencias y bromas secretas que solo los miembros conocen. Podríamos decir que La Casa comienza donde termina Arrugas. En la primera escena del cómic, el anciano propietario de la casa del título, Antonio, fallece. Y fallece fuera de plano, casi de forma sugerida y Roca lo cuenta en apenas dos páginas sin texto con una sencillez que contrasta enormemente con la carga emotiva de la escena. Sentimos la muerte de un hombre que no conocíamos viendo el abandono de su casa, un lugar al que suponemos ha dedicado su vida y que ahora yace a merced de los elementos conforme las estaciones se acumulan. Con la misma sencillez y realismo se desarrollará el resto de la obra, más que mostrando los sentimientos, dejándolos supurar en el espacio que hay entre las viñetas, entre los globos de texto, en los silencios de los personajes.

Leer La Casa ha sido como revisar un álbum familiar. Con algunos puntos en común entre mi biografía personal y lo narrado en el cómic es difícil no sentirse identificado con las escenas que uno tiene delante. Supongo que será algo que tenemos en común varias generaciones actuales, descendientes de una generación que vivió una España de guerra o de posguerra y que no vio nunca nada regalado. Personas que hicieron un enorme esfuerzo personal por ahorrar, un poquito cada mes para, con ese dinero y el sudor de su frente, legar a sus hijos lo que ellos nunca tuvieron. Lo mismo un chalet en la sierra que un piso en la playa, esta segunda vivienda se convirtió en el centro de la vida familiar cualquier día festivo del año y nuestra generación disfrutó de ella de niño, la repudió de adolescente y la apreció con cariño y nostalgia una vez adultos. El acierto de Roca es mostrar esto, no de forma lineal en el momento temporal de estos sucesos, si no de forma retrospectiva a través del tamiz de la nostalgia que cada uno de los hijos siente al regresar a la casa de vacaciones familiar una vez el padre ya no está. Tres hijos que de tan diferentes entre sí solo podían ser hermanos, que vivieron la casa en diferentes momentos de su historia y que visitan, primero por turnos y luego todos juntos la casa familiar para recoger viejos trastos y adecentarla un poco con el objetivo de venderla, y que (re)vivirán algunos de los mejores momentos de su infancia deambulando junto a sus paredes.



Pero si es gracias a los recuerdos de sus tres hijos que conocemos la vida de Antonio, es gracias a Manolo, su vecino y amigo, con quien pasaba las horas arreglando el jardín o hablando de horticultura que llegamos a conocer sus sentimientos y aspiraciones. Manolo aparecerá tan solo un par de veces por la historia pero en ambas aportará importantes datos para la construcción del personaje de Antonio. En una hará ver a uno de los hijos la importancia que este tenía para su padre, cómo fanfarroneaba de él y lo mucho que lo quería, momento en que el hijo cambia su visión sobre su padre y por extensión sobre la casa y que lo llevará más adelante a comprar la pérgola nueva. La otra será para explicar la historia de la higuera que hay en el jardín, una planta que nunca ha crecido ni dado fruto pero que sigue viva únicamente gracias a la pura fuerza de voluntad de Antonio que la cuidaba con especial interés. La higuera representaba para Antonio su infancia, sus sueños y aspiraciones, el recuerdo de los momentos felices de su niñez. La pérgola por el contrario, representaba sus aspiraciones como adulto, ese afán de dar a su familia lo que él nunca tuvo, de tener una familia unida y feliz alrededor de esa casa. Finalmente con sus hijos comprando y montando la pérgola que a él le hubiera gustado, el deseo de Antonio, aunque tarde, se hace realidad. 

Dos escenas me parecen especialmente brillantes y definitorias de esta obra y además son dos escenas que sirven para resumir en buena medida el universo creativo de Paco Roca. La primera son las páginas que cuentan los meses posteriores a la operación de Antonio, meses en los que milagrosamente pareció recuperarse antes de finalmente decaer y morir, un proceso que todos los que han visto a alguien cercano fallecer conocen. Con una sucesión de páginas de idéntica estructura el paso del tiempo queda marcado por el clima que se observa en el exterior y los carteles que cuelgan en la consulta del médico –periodo de vacunación, de alergias, etc– y mes tras mes padre e hija acuden a la consulta siempre sentados juntos en la sala de espera, al principio en completo silencio, nada más salir de la operación, luego conversando animadamente cuando él parece recuperado, y finalmente en el momento en que ella le asegura que ya no va a volver a conducir, él se hace cada vez más pequeño, finalmente derrotado y se deja morir. Si ya no puede conducir, no puede seguir yendo a su casa, a cuidar su higuera o a hacer arreglos en el jardín. Sin su mujer, fallecida años atrás, y sin su casa, y no le quedan razones para seguir adelante y ya no vuelve a hablar ni a levantar la cabeza hasta su muerte.

La segunda escena es la última en la que Manolo, el amigo y vecino de Antonio entra en la casa, ahora ya definitivamente abandonada y puesta a la venta, con un bocadillo y una bebida para almorzar en el jardín como solía hacer con él y rememora una de las últimas conversaciones que tuvieron. La Casa es una historia de pérdidas. Antonio pierde su casa y a causa de ello acaba perdiendo las ganas de vivir, los hijos pierden a su padre y con ello una parte de su pasado, pero en esta escena la pérdida última es la de Manolo que ha perdido a su único amigo, probablemente el último. Uno de los hijos le había dejado llaves de la casa con instrucciones de que se llevara todo aquello que quisiera o pudiera necesitar. Antes de marchar, Manolo se lleva la higuera. 

Cuidad bien la higuera, o se morirá


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